Nuestras interacciones son mutuas; en cada sesión, comparto aspectos de mi vida con quienes me consultan: mi modelo familiar, mis gustos musicales, mi perspectiva del mundo. Es un encuentro recíproco donde muestro que mi vida no está resuelta, que soy un ser humano común que trabaja en sí mismo cada día, que busca mejorar constantemente, que experimenta temores, sufrimientos, alegrías y amor, que tiene sueños por cumplir y que construye su camino día a día.

Soy consciente de mi vulnerabilidad, y esa sensibilidad alimenta la empatía que siento por cada persona que busca mi ayuda. Este es mi llamado, y lo ejerzo con todo el corazón. No solo ofrezco mis oídos y un bolígrafo; mi trabajo como terapeuta va más allá de escuchar y hablar; implica ser un apoyo emocional, ofrecer esperanza cuando alguien se siente perdido y, en ocasiones, ser directo para evitar sufrimientos innecesarios y abrir los ojos ante situaciones difíciles.

Durante años, me sentí fuera de lugar hasta que descubrí la Psicología Humanística y Transpersonal, lo que me llevó a cuestionar y romper con la fidelidad a una sola teoría o método. No sigo dogmas teóricos y me nutro de los recursos de otras corrientes psicológicas para poder ayudar mejor a las personas.

Establecer una conexión genuina con quienes me consultan ha sido una experiencia maravillosa. Es fundamental conocer a la persona en su totalidad, desde su historia hasta sus sueños, dolores y características únicas. Mi objetivo principal es contribuir al bienestar del otro, no validar mis propias teorías.

Como psicólogo, aspiro a ser esa pieza que completa el rompecabezas de la vida de mis pacientes. Encontrar un psicólogo es encontrar un amigo, alguien dispuesto a ayudar y a ser confidente. Y como psicólogo, no me permito ser menos; establezco un vínculo de confianza y lealtad con cada persona que busca mi ayuda.